Mads Pedersen, el ciclista del cuarto sin ventanas

Mads Pedersen, el ciclista del cuarto sin ventanas

Un escalón hunde en los bosques de penumbra a los demás, quienes en las pruebas reinas de las piedras no cuentan con el foco alumbrador sobre su cara, entre redobles circenses y cortinas que abren y cierran mientras los elefantes beben de un tazón su minuto de gloria. Sobrevivir al traqueteo de una bicicleta que atraviesa campos sembrados de minas te hace sabedor de que tu cuerpo es inmortal, como el de aquellos a quienes se les apagó la luz dentro de un sarcófago o deshicieron la huella metafórica de sus dedos dentro de una pirámide repleta de maldiciones. Así debe sentirse un superviviente a una París-Roubaix que transitó la pasarela que separaba al barco de los tiburones. La lluvia no se hizo carne, pero sí sangre, con huesos haciendo retumbar los suelos de tantas batallas y los sueños desprendidos de aquellos bolsillos rotos. Pasaron dos domingos para que Mads Pedersen compartiera foto tanto con un rostro histórico sonriente como con otro disgustado. El suyo, contenido en una prisión que no permite pasar de mundo, visibiliza cuán difícil es caminar sobre alambres que están en muchos lances al alcance de la mandíbula de cientos de tiburones que deciden si regresar a arañar el rasca y gana o si, por el contrario, una página impregnada con tu huella habita el libro de los más grandes del ciclismo de día.

El danés, escondido detrás de la puerta en el cuarto de la plancha, disimula mientras los nombres reparten una y otra vez el mismo re sostenido que el speaker anuncia cuando los primeros tubulares surcan el óvalo de hormigón de Roubaix. El viento pegaba de costado esta vez, al tiempo que piezas gigantes de Lego impedían caminos más razonables para huir de los infiernos. Entre batallas de fuego cruzado, solo resiste él, el mejor representante de la tercera vía, una bocanada de reto ante el bipartidismo que domina con mano de hierro el ciclismo de 2025. Atrás quedaron los esqueletos de quienes osaron vivir de pie, como el del elegante Van Aert, al que las musas le parecen ahora una mera estación de metro. Jilgueros que antaño cantaban y hoy solo figuran, como los cañonazos en Belchite, en el éter que acompaña a la memoria. Más atrás, a medio camino entre el polvo y el barro, van quedando cadáveres novelescos, esperanzas que un día fueron candidatas a realidad. Philipsen probó el escarmiento; Pedersen, la dureza del cuchillo de diamante. Ambos casos en represalia por haberse atrevido a mirar a los semidioses a los ojos. El destino no perdona los sacrilegios.

El castigo consiste en habitar un lugar sin ventanas, con puertas que cuentan con utilidad, pero no con picaporte. Allí yacen varios ciclistas que vagan la nada, la lejanía de un horizonte que funciona cual cinta transportadora y a cada paso se aleja. Si Tom Cruise volviese a protagonizar Misión Imposible, lo haría sobre los adoquines de Flandes y Roubaix. No hay posibilidad de volar para los mortales, aquellos que susurran pidiendo clemencia a los reyes o a los miembros de su corte. Ellos ya han muerto. Saben que el techo se hace cada día más pequeño y que la pirámide del éxito cada vez permite alzar un palmo menos la cabeza. Las falacias que cada invierno obligan a soñar, los sueños de libertad, esos campos llenos de lavanda con olor a esperanza son hoy simples hologramas, figuras extintas en un mundo que aplaude todo lo que sucede. Las tendencias no son perceptibles para todos los cerebros, del mismo modo que no todos estamos capacitados para sentir lo mismo en situaciones idénticas. El negacionismo de los campos magnéticos que alejan a los ciclistas de los trofeos hace que algunos de ellos se contenten inertes con saborear las raspas de un menú para el que no han sido llamados.

Mads Pedersen, el ciclista del cuarto sin ventanas
Mads Pedersen, el ciclista del cuarto sin ventanas

Pedersen, rasgos vikingos en mano, acumula razones para pensar que la suerte no es acumular victorias, sino el hecho de poder aspirar a alcanzarlas, de haber nacido en una época donde los teoremas tenían una resolución lógica y posible, donde la elección de las palabras contaba más que la oportunidad de las mismas. El mundo empezó a cambiar bajo sus pies al compás de la locura, de vientos que sesgaron el sentido común hasta reducirlo a cenizas. Mieles de derrota que algunos saborean a precio de solomillo con la certeza aparente de creer en una posibilidad que ayer fue quimera y hoy no es, ni siquiera, la décima parte de un átomo. El segundo es el primero de los perdedores, dicen las lenguas hoy cohibidas. El tercero debe caer en un saco de olvido mediático equiparable al espacio exterior, donde la nada predomina. El nihilismo que reivindica el regreso al encefalograma plano es, en verdad, una puerta abierta a la derrota constante, a la aceptación de un destino que es hoy aplauso interesado y mañana un cheque volátil, sin fondos. Un oasis que reduce sus salsas con harina y lo da a probar a través de cucharas cada vez más baratas. Mads, en el edén de la locura, sigue optando a descabalgar a los enemigos a base de entrelazar tropezones que impiden que las lanzas impacten sobre cuerpos ajenos. Lo que no sabe aún es que, de hacerlo, el único dolor será el propio. Porque en la estación de los trenes hacia el éxito ya no hay vía que no esté cubierta por matojos, dejadez y hastío.

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