Skjelmose, el suspiro que venció al gigante en la Amstel Gold Race

Skjelmose, el suspiro que venció al gigante en la Amstel Gold Race

En el corazón de Limburgo, donde las curvas de la Amstel Gold Race se enroscan como viejos recuerdos en la memoria del ciclismo, se vivió una jornada de primavera que parecía escrita para la épica. No fue una batalla más, sino un relato con todos los elementos que hacen grande a este deporte: emoción cruda, piernas que gritan y corazones que laten más fuerte de lo debido. El escenario era perfecto. El cielo, gris como un telón flamenco; la cerveza, a punto para el podio; y los favoritos, dispuestos a incendiar los 253 kilómetros de la clásica neerlandesa. Pero pocos contaban con Mattias Skjelmose, el danés del Lidl–Trek que tejió una victoria tan inesperada como conmovedora, cocinada a fuego lento y servida con lágrimas auténticas.

El primer acto del drama comenzó cuando Tadej Pogacar, ese ciclista que pedalea como si cada día quisiera escribir su leyenda personal, se levantó del sillín a 47 kilómetros de meta. Se llevó consigo a Julian Alaphilippe en una alianza tan breve como simbólica. El esloveno, probablemente aún con el sabor amargo de un inicio de temporada sin la contundencia habitual, decidió jugársela en solitario. Quería domar la Amstel con una de esas cabalgadas que ya le han granjeado mitos, como la de Strade Bianche o la Lieja de 2021. Y durante más de 30 kilómetros pareció que lo lograría. Pero por detrás, el pelotón ya no era un grupo resignado: era una trinchera en movimiento liderada por Remco Evenepoel, que, como un animal herido y recién curado, olía la oportunidad de dar un zarpazo.

El belga, que venía de levantar los brazos en la Flecha Brabanzona apenas dos días antes, lanzó una persecución sin margen para errores. Y a su rueda, con mirada sigilosa y sin aspavientos, viajaba Skjelmose. A falta de 9 kilómetros, la captura se hizo efectiva. El trío que todo el mundo habría querido ver en la partida, acababa de unirse para decidir la función en el último acto. Pogacar, Evenepoel y Skjelmose. Tres estilos, tres temperamentos, tres visiones del ciclismo moderno, alineados como planetas para un final de esos que quitan el aliento. No hubo ataques. No hubo miradas asesinas. Solo silencio, tensión y un último suspiro para decidirlo todo.

En el sprint, Evenepoel fue el primero en abrir fuego. Pogacar respondió con ese golpe de riñón que tantas veces ha sido definitivo. Pero desde la izquierda, como un rayo tardío y preciso, surgió Skjelmose. Su golpe fue seco, inesperado, cruel. Cruzó la línea con el neumático apenas medio palmo por delante del esloveno. Y luego se rompió. No de fatiga, sino de emoción. Rompió en lágrimas, abrazado por su equipo, con la voz entrecortada y la mirada perdida. “Esto es para mi abuelo”, declaró ante las cámaras, con la fragilidad que solo puede tener quien ha dejado todo, absolutamente todo, sobre el asfalto. No ganó solo una carrera: firmó su entrada en el selecto club de los que hacen que este deporte duela y enamore a partes iguales.

Skjelmose, el suspiro que venció al gigante en la Amstel Gold Race
Skjelmose, el suspiro que venció al gigante en la Amstel Gold Race | Agencia EFE

Mientras tanto, Pogacar —después de una valentía temeraria— reconocía su error con la humildad de los grandes. “Me entusiasmé demasiado”, dijo, como quien sabe que el ciclismo no siempre premia al más fuerte, sino al más sabio. Luego, con una sonrisa que ocultaba más de lo que mostraba, se bebió de un trago la cerveza del podio, cerrando así otro capítulo de su novela interminable. Evenepoel, por su parte, asumió que quizá le faltó cálculo, que tal vez no debía haber lanzado tan pronto. Pero su rostro no era el de un derrotado, sino el de un ciclista que sabe que su momento volverá pronto.

Lo que quedó en Valkenburg fue una estampa para la eternidad. No solo porque Skjelmose ganó, sino por cómo lo hizo. Porque lo inesperado a veces ilumina con más fuerza. Porque en una jornada de clásicas, donde todos miraban a Pogacar y Evenepoel, fue un joven danés quien escribió la historia más hermosa del día. Una historia de dolor, de memoria y de redención. Una historia que, como el buen ciclismo, se cuenta más con la piel que con las palabras.

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