Cayó el último bastión. El ciclismo sigue alineándose con la demagogia, el efectismo y el complejo. El virus alcanza al Giro de Italia, que hasta ahora había resistido, si no fiel a su historia, sí a algunos rasgos distintivos que nos hacía pensar a los mal llamados nostálgicos que el retorno era posible. Cerrada esa puerta, sólo nos queda desear que este viaje que en 2024 emprende el Giro y con el que amagó a lo largo de estos últimos tiempos sea fructífero y no necesite de toda esa gente que poco a poco se irá bajando de la ilusión por la que no hace tanto era «la carrera más bella del mundo en el país más bello del mundo».
Con todos los respetos hacia casi todas las partes implicadas, es un recorrido de Hacendado, de marca blanca. Simula que es, pero no es. Parece que es, y es, pero a mucha menor intensidad. El Giro 2024 tendrá sterrato, seis llegadas en alto y media, media montaña, contrarreloj, etapas llanas, finales en bajada, etapas largas, etapas cortas, etapas cortas… lo que viene a ser un todo a cien de una Gran Vuelta con excepción de un prólogo y una crono por equipos. Estamos de acuerdo en que una grande, aunque sea en su versión holográmica, debe parecerse a una grande.
Si nos acercamos a la escultura y observamos de cerca todos los elementos que la componen, podremos apreciar que las teselas son en realidad recortes de cartones de zumo reutilizados. Que están muy bien, que tendrán su público, pero la comparación palidece con capiteles de orden corintio esculpidos en mármol pentélico. Como la misma persona mirándose al espejo después de estar en pie toda la noche o después de dormir profundo durante nueve horas. Así es el Giro 2024, con etapas de montaña que en el perfil aparentan ser lo que no son.
No hay que irse muy lejos. El recorrido que se presentó doce meses antes contenía etapas de montaña de verdad, concebidas a contracorriente en un contexto de cesión al chantaje de los corredores y la búsqueda de su felicidad a base de menoscabar la de los aficionados. La matemática es sencilla, imagino que las gallinas que entran serán más que las gallinas que salen. Un amigo me escribió al poco de conocerse el recorrido: «no voy a pedirme ningún día en el trabajo» para ver etapa alguna de este Giro. Se sube el Stelvio, rezaron los titulares. Rezumará la contrarreloj por las orejas de los ciclistas.
Etapas sueltas hay. Bonita es la que arriba a Livigno; la que nos incrusta al Monte Grappa; la de Prati di Tivo en el contexto de novena etapa en el que se celebra; la primera con llegada a Turín como aperitivo. El problema viene con lo que se vende y lo que se compra. Se venden dos etapas dolomíticas, con llegadas a Valgardena y Passo del Brocon. La primera suena a Marmolada, a Pordoi, a Sella, a Pantani, a Tonkov, a Chiapucci, a Induráin, a Bugno, a todo ese ciclismo que era el Giro de Italia. Ataques lejanos, los favoritos en unos marcos geográficos, estéticos e históricos incomparables que les situaban en batallas eternas.
Ese ciclismo que ahora quieren declarar muerto los mismos que nos venden la épica que desprenden las guerras entre Pogačar y Vingegaard. Como mi amigo, por ver la etapa del Brocon no te pides el día en la oficina. Pero por una combinación Giau-Marmolada-Sella sí. Por Finestre dejas de lado una siesta, casi cualquier plan o incluso organizas un viaje hasta las entrañas de Italia para vivirlo in situ. Por el Mortirolo, por el Agnello, por la cara opuesta del Stelvio. Con todo el respeto hacia estos territorios y sin desmerecer el espectáculo que se vivirá seguro en esas etapas, Monte Pana, Mottolino, Bocca della Selva o Sappada no son nombres que provoquen ni que evoquen.
Da respeto el día que conducirá al pelotón de Selva di Val Gardena al Passo del Brocon si lo miramos someramente. Si lo hacemos en detalle, vemos que el Passo Sella sí es selectivo, pero es el primero de los cinco puertos. No hay llano, es cierto. Eso sí, los puertos no son tan fieros como los pintan. El objetivo es dar una apariencia y vivir otra realidad. Los recorridos se harían duros aún siendo llanos, debido al paso de los días, que es en un alto porcentaje lo que va rindiendo las fuerzas de los ciclistas.
Los titulares de prensa que, como norma general, no van más allá del análisis somero claman la presencia del Stelvio en la ruta, de la dureza de la alta montaña, del abuso de kilómetros contra el crono. En un recorrido bastante similar en esa lucha contra las manecillas del reloj como fue el de 2017 un rodador como Dumoulin se impuso sobre la bocina a Nairo Quintana, un escalador puro. La montaña sigue predominando, los cánones modernos siguen inalterados. Pero la sensación queda, el altavoz hace su trabajo y no importa que la realidad sea diferente. El mantra queda y se reproduce por repetirse una y otra vez. No hay forma de sacarlo de las cabezas.
El sterrato, que también se mencionó en las cabeceras de algunos artículos, es testimonial, más efectista que efectivo. Un ingrediente autóctono, análogo al pavés en el Tour, a las cuestas imposibles en la Vuelta a España. Si se confirman los rumores, es probable que se vivan más caminos blancos en julio que en mayo, y eso dice mucho. Lo mismo la media montaña, inexistente. La jornada que llega a Fano da la sensación de tratarse más de una Amstel Gold Race que la clásica etapa de Giro de Italia que involucraba a los luchadores parciales y generales.
Otra crítica recurrente es que el interés de la prueba se centraliza en los últimos siete días, quedando los otros catorce a título de inventario. La variación es mínima con respecto a otros años, pero la apariencia es que los elementos se han repartido más. Sí, las llegadas en alto que para la lucha por la maglia rosa se reducirán a lo que suceda en los últimos kilómetros del último puerto. En los últimos siete días, cinco son de montaña. Y otro es el eterno paseo por Roma. De nuevo, el efectismo. Veremos baile de segundos mientras los favoritos disputan sin levar el ancla y la general fondeada hasta los últimos días, el sueño de la organización.
Hay etapas largas, como la que llega a Livigno. Los riesgos de que la nieve vuelva a ser protagonista son elevados. El Stelvio -por su cara menos dura- se pasa en una etapa donde el papel de éste será minúsculo, con noventa kilómetros planos después. En caso de suspensión, como algunas voces especializadas alertaron, el recorrido alternativo obliga a recorrer 270 kilómetros. O a cancelar la etapa, porque si no está para el paso del pelotón, difícilmente lo estará para que pesados autobuses escalen hasta los casi 2800 metros de altitud en esas hipotéticas condiciones adversas.
En definitiva y como conclusión, el Giro de 2024 se queda a medio camino. Intenta abarcar para contentar a todas las voces discordantes. Lo hace sin terminar de contentar a ninguna y olvidando que hay una que nunca será contentada porque la raíz del desacuerdo tiene otro origen, que es el intento de control por parte de los corredores y la falta de apego por una carrera como el Giro que resulta(ba) incómoda por salirse de los cánones prestablecidos. Una prueba que venera su historia al tiempo que la traiciona.
Fotos: RCS / La Presse