Era 1999, el mes de noviembre. Tras el escándalo Pantani del anterior mes de mayo y todo lo que aconteció en la edición de aquel Giro de Italia, la organización diseña para una edición redonda como el del año 2000 un menú muy especial, recurriendo al equilibrio y la mesura, salteadas con elementos clásicos que dan ese toque tan especial entre los colores rosa y leyenda. ¿El resultado? Una de las mejores ediciones del Giro jamás vista de esta apasionante carrera.
Partíamos de Roma, la ciudad eterna, un 13 de mayo. Sí, algo más tarde de lo habitual, pero la espera iba a merecer la pena. Ganó un desconocido checo del Vitalicio Seguros, Jan Hruska, un ciclista que se iba a consagrar a lo largo de este mes y en un equipo que saldría del Vaticano, meta de la etapa prólogo, bendecido por Su Santidad, el añorado Juan Pablo II.
Cipollini, en cambio, se llevó todas las miradas. El rey león se disfrazó de tigre y lució un buzo de esos que conllevaban multa. Poco le importó. Ivan Quaranta le amargaría el primer día en la oficina, es decir, en el sprint. Eso sí, il bello luciría el rosa, un buen traje de los domingos. En la encerrona de Madaloni, un día después, lo cedería ante Cristian (dijimos bendición del Vaticano) Moreni, quien se impondría en solitario en una línea de meta pasada por agua, aunque en esta ocasión no bendita.
Bendita meta la de Scalea para los checos, que ganaron otra etapa con Jan Svorada. A la cuarta fue la vencida, y allí Mario Cipollini levantó los brazos por fin, que para algo los había bronceado en alguna playa. Fue en Matera, un final algo accidentado donde los bidones volaron para frenar el ímpetu de algunos colombianos que querían animar el cotarro. La miniencerrona (la orográfica) no daba para tanto, así que el sprinter más famoso del momento lució por fin encima del podio como vencedor de etapa. En 1998, última visita del Giro, ganó el de Saeco. Sorprende que a la postre fuese a ser el único triunfo en la 83ª edición de la corsa rosa.

La caravana llegaba a Peschici, el clásico terreno de repecho final tan clásico en Italia. Entre el Monte Sant’Angello y las curvas ratoneras del final, Danilo Di Luca estrenó el casillero de victorias en la prueba. Di Caprio no fue el único transalpino en subir al podio, pues Matteo Tosatto se alzó con el liderato. El mítico Dmitri Konyshev ganó en Vasto y un desconocido McKenzie en Teramo, dando visibilidad a una exótica escuadra que promocionaba el vegetarianismo como el Linda McCartney que de buenas a primeras desalojó, hizo las maletas y dejó tirado a todo el mundo, entre otros, Juan Carlos Domínguez, Íñigo Cuesta y Bradley Wiggins. Se veían montañas en la distancia, y no decepcionarían.
Primero llegó la historia de Prato. El rutómetro oficial hablaba de 250 kilómetros. Los cuentakilómetros de muchos ciclistas dieron entre veinte y treinta más. Typical Giro. Una escapada de ilustres, entre los que se encontraba un jovencísimo Paco Mancebo, dio la mejor victoria de su carrera a Axel Merckx, el hijísimo, y el rosa a un español, país que no lo lucía desde la última vez. Es decir, desde que Abraham Olano coronó el Pordoi henchido en orgullo e intención de ganar el Giro de 1996. El ‘búfalo’, ciclista del Kelme, fue el gran beneficiado de aquella fuga y consiguió la atención de todo el mundillo, aunque las alegrías llegan tan rápido como se van. Esperaba la primera etapa de alta montaña, y vaya etapa.
De salida, otro de esos encantos del Giro: un puerto de primera categoría sin puntuar. En la parte decisiva, San Pellegrino in Alpe (un auténtico coloso que llevaba una temporada en el dique seco) y final en el clásico Abetone. Gilberto Simoni empezó a amagar con quién podía ser dentro del pelotón, pero aún le faltaba la determinación que después demostraría. El de Lampre seleccionó con varios latigazos en la zona dura del puerto. Cuando llegó la extrema, Jumanji. Atacó Francesco Casagrande junto a Di Luca y el resto quedó a un mundo. El primero dejó al segundo y se encumbró en meta con una ventaja tan amplia que parecía que el Giro había llegado a su fin. Suya fue la maglia rosa, porque José Enrique perdió hasta el apellido.
Era la ventaja de esta carrera, que las cartas no estaban para nada marcadas y que no existía un dominador teórico ni lo hubo después real. Pero ese día sí se pensó que Casagrande iba a tachar con una equis el Giro. Le faltaría plantar un árbol (que no un pino), escribir un libro y tener descendencia. Él llevará la cuenta a estas alturas. Los favoritos llegaron con aires de haber perdido medio Giro, a 1’39» del ganador. Un grupo que encabezó Stefano Garzelli, teórico pupilo de Marco Pantani, muy venido a menos. Tanto que perdió todas sus opciones.
Con un nuevo orden mundial, tocó maratón hacia Padua. Ganó Quaranta en lo que era la previa a la primera contrarreloj larga. Casagrande se acordaría de no haber comido piedras la noche anterior, cediendo casi toda su ventaja ante Garzelli, Belli y otros favoritos, aunque conservaría la maglia por un margen más estrecho que el de Sicilia: cuatro segundos. Simoni tampoco vivió una jornada excesivamente positiva. En el lado bueno de la moneda estaban los Vitalicio, que desayunaban Kellog’s cada mañana. La victoria fue a parar a un colombiano, Víctor Hugo Peña, primer ciclista colombiano en conquistar una etapa cronometrada de estas características. El mundo definitivamente estaba cambiando. Hruska, claro, fue segundo.
Cassani, más conocido por indiscreto, faltar el respeto a Flecha y mal seleccionar a Italia, consiguió uno de sus pocos días de gloria en Feltre, de camino a los Dolomitas. Allí se iba a dinamitar la carrera, con dos etapas en concepto absolutamente brillantes y que no iban a defraudar lo más mínimo. La primera regresaba a Selva di Val Gardena, donde Pantani se hizo gigante dos años atrás. El Pirata no iba a preguntar cuándo empezaba lo duro de La Marmolada estando en lo más duro de La Marmolada, sino que esta vez lo iba a notar en las piernas. Quien también lo pasó mal fue Pavel Tonkov, quien escribió un email a la empresa auto despidiéndose de toda opción a victoria.
Siempre cae alguno en esa montaña. Simoni fue para delante y se juntó con un valiente Rubiera, que ganaría el mano a mano en el sprint final entre ambos y por media rueda. Garzelli y Casagrande firmaría tablas y llegarían prácticamente de la mano a meta.
Y llegaba el día del Gavia, ese mito de 2600 metros de altitud tan maltratado por la organización del Giro de Italia. El final estaba en la conocida localidad de Bormio, tras el largo descenso. Mendola y Tonale no se perdieron la fiesta como sparrings del coloso. Casagrande, de rosa, se disfrazó de capo y puso una marcheta que pudieron seguir los acompañantes del podio de Milán. El trío calavera coronó, pero esta vez el más listo/rápido sería Gilberto Simoni, vengándose de la derrota del día anterior. De nuevo, tablas. Pero con más cartas sobre la mesa y dos favoritos que ya miraban de reojo a la última semana, aunque con más miedo y ganas que fuerzas. Se pudo pasar el Gavia, y eso que se dice que antes nevaba más.
El Saeco dominaría el regreso a las planicies, aunque sin Cipollini en carrera («sudar es malo para los radicales libres»). Biaggio Conte y Fabrizio Guidi, un clásico, triunfaron antes de que Marco (Pantani) llegase a Génova. Allí ganaría un vitoriano, Álvaro González de Galdeano, otro ciclista del bendecido Vitalicio Seguros, que ya iba por las tres victorias. Llegaba más montaña, aunque en formato Vuelta a España, con meta en Prato Nevoso. La etapa era unipuerto, perfecta para que un sprint entre los favoritos decidiese quién iba a afrontar el último bloque en cabeza. Serían solo dos llegadas en alto en este Giro, con salvedad de la cronoescalada del penúltimo día. Un concepto que años después parecería una quimera, pero que había sido el habitual en el ciclismo antes de una obsesión por terminar en alto que parecería más lógica en un alley-oop del basket.

Entramos en fase decisiva con 25″ de ventaja para Casagrande. Simoni andaba a menos de un minuto, pero es que Belli esperaba a 1’11». Ni hecho a posta. Tonkov miraba de lejos, a tres minutos, pero nunca se sabe con estos rusos. La última etapa dura llevaba a los ciclistas de Saluzzo a Briançon, en Francia, que acogería también una etapa bastante similar en el Tour de Francia. Agnello es garantía de pasar cosas, la Cima Coppi.
Sin embargo, todo iba a guardarse para el Izoard, la montaña de ladera lunar que tan buenas imágenes ha regalado al ciclismo. Garzelli lo iba a intentar, pero iba a contar con una mano especial, la de su compadre, el renacido Marco Pantani. Para aclarar a despistados, fue una mano. Los piratas tenían dos. Podían tener una pierna (patapalo), pero eso solo viene bien para meter la pata, no para echar manos. Volviendo al relato del Giro, que me distraigo, el gregariazo de Pantani no iba a surtir efecto y los dos líderes llegarían a meta juntitos, pero no revueltos.
El pirata, desaparecido en carrera hasta ese momento, disfrutó de un minuto de gloria atacando en el repecho final que llevaba a la ciudadela de Briançon y firmó una bonita segunda posición. En el Tour iba a ser de nuevo protagonista en un escenario similar. En cambio, por delante había otro italiano de nombre conocido: Paolo Lanfranchi. Algunos dicen en lapsus que fue Noé, el del arca. Pero no, no llovía. Quedaba una contrarreloj y el líder temblaba. En la llana no le fue nada bien y ya no parecía el líder firme de un par de semanas atrás. Garzelli tenía una nueva ilusión y un mote que no le abandonaría: Il Piratino.
Era pelao como Marco (más que Mortadelo) y compartían equipo. El miedo cambió de bando y en una nueva exhibición del Vitalicio -ganó Hruska- el rosa tardó una eternidad en recorrer la contrarreloj de 32 kilómetros entre Briançon y Sestrieres. Debían superar por el medio el col de Montgenevre, lo que añadía aún más tela a un telar bastante indigesto. Y es que la tela no se come, ¿verdad? Francesco pensó eso mismo, que qué lástima no haberse comido la maglia rosa para que nadie se la arrebatase.
Pero no hubo forma y Garzelli, contra pronóstico, se acabó llevando el primer y último Giro de Italia de su vida. A Casagrande se le redujeron los metros cuadrados y acabó por dejar el tick eternamente pendiente. Fue el único a la postre junto a Wladimir Belli (al que perdimos la pista en el Izoard) de toda una generación de vueltómanos italianos en no conseguir el Giro de Italia. Dicen que no ha querido volver a Sestrieres, ni a entrenar ni a esquiar. Y gracias, porque por apenas un puñado de segundos no perdió la segunda plaza. Simoni conservaba el tercer puesto por segundo año consecutivo, lo que le confirmaba como un futuro contender al rosa. Noé, el de antes, fue cuarto. Tonkov, su compañero en Mapei, quinto.
Entre las lecturas de este Giro de solo dos finales en alto está el hecho de no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy. Sentenciar las carreras evita sustos en las cronoescaladas finales, y sino que le pregunten a Roglic. Otra lectura es comprobar el tiempo que Casagrande cedió en las cronometradas ante Garzelli, muy lejos de ser un especialista: 3’15». Y, sin embargo, dos escaladores puros como ellos anduvieron mano a mano para llevarse la carrera pese a los 85 kilómetros contra el reloj. La montaña, repartida a lo largo de las tres semanas y ofreciendo etapas duras, pero no exageradas y sin rampas extremas, fue suficiente para ver un duelo emocionante y sin decidir hasta el último suspiro. Que aprendan algunos gurús del ciclismo actual. Y es que la emoción no se puede provocar, sino disfrutar.

Nacido en Madrid el 2 de abril de 1986, Jorge Matesanz ha pasado por ser fundador y director de proyectos como Revista Desde la Cuneta, Tourmalet Magazine o High Cycling, además de colaborar en otros proyectos como Palco Deportivo, Plataforma Recorridos Ciclistas o Con el Plato Pequeño. Tras más de 15 años dentro del mundo del ciclismo, llega el momento de fundar Le Puncheur junto a Sergio Yustos y seguir acercando artículos de opinión, casi siempre sobre ciclismo profesional.
Grande ese Garzelli.