Como es costumbre entre las muchas frases que son rutina en el siglo XXI, los héroes de verdad no llevan capa. Y Mario Cipollini había sido siempre una persona con ansias por vivir por encima de su ya elevada estatura (1,90). El hábito hace al monje, por eso era importante seleccionar oportunamente los buzos que le hacían lucir palmito con objetos diversos. Su enemiga, la reglamentación, promovía multas que rebotaban contra su pecho cuales balas contra el héroe de cualquier superproducción norteamericana.
Show must go on, y debe prevalecer sobre todas las demás cosas. Pasar de puntillas es para mediocres, y en la mayoría de los casos todo menos una elección. Unos abren caminos que serán seguidos por otros. Nadie se acuerda de los segundos. ‘Il Bello’ era un verso libre en el caos, un eslabón perdido en el camino en transición de la involución humana. Un rebelde contra todas las causas.
En los años noventa todavía el rock&roll tenía voz, voto y filosofía. Los ritmos reggaetoneros no habían aún lobotomizado a los jóvenes y exterminado la posibilidad de la diferencia. Sagan y pocos otros son la isla en medio de un océano de comprendidos, en la senda del discurso sin altisonancias. Cipollini, en cambio, no dejaba indiferente, ni títere con cabeza, algo que a veces intentaba literalmente. Cada salida, gala, presentación, el micrófono le buscaba. Un viaje entre el gusto y el disgusto; entre el bien y el mal. Las medianías y el término medio nunca fueron palabras en su vocabulario.
Hombre de récords. En su amado Giro de Italia consta como el máximo realizador, un título de pichichi que alzó batiendo al mítico Alfredo Binda, ya en las postrimerías de su longeva carrera, dilatada en demasía con este fin. Fue el velocista más reconocible entre ramilletes de figuras relevantes del sprint. Cualquiera de sus rivales sería hoy la figura indiscutible de la última recta. Apoyado siempre en un equipo de lanzadores que tenía poco rival, el control era absoluto.
Las botellas volaban entre las cabezas ante ciclistas que intentaban escapar del marcaje férreo que sus coequipiers ejercían sobre el paquete. Un capo no deja nada a la improvisación. Ni un detalle sin medir en centilitros y en trayectorias.
El mejor día de su vida deportiva fue el 13 de octubre. Aquel año 2002 veía en sus cifras capicúas unas barras arco iris que iban a ser entregadas en Zolder (Bélgica). El Mundial de la planicie. Mario no disputó ninguno, excepto este, un anodino recorrido preparado para él. Iba a ser su victoria número 153 y aún le restarían ocho por lograr. Eso no era relevante para alguien que había cumplido sobradamente ya las expectativas.
Lo importante, y para eso se diseñó el indigno Campeonato del Mundo de Zolder, fue darle la legitimación al gran Mario de portar un maillot distintivo durante un curso completo. Y, además, la justificación explícita para diseñar extravagantes prendas con las que competir hasta el final de sus días.
Win-win de manual. El Rey contento, el establishment también. Imposible una mayor difusión: Cipollini era campeón mundial. El arco iris sustituía a las cebras, tigres, músculos, floripondios difícilmente descriptibles… y toda una mercadotecnia de intencionalidades que eran opuestas a las del mítico Wally. «Allí está Mario», afirmarían con regularidad. Un ciclista que no llevaba mangas con el fin de completar su bronceado. Las prioridades deben estar claras en la vida. El ciclismo italiano tenía rey puesto.
Rey también de la polémica. No había sarao sin su presencia. La publicación de un greatest hits se postulaba como la actividad más compleja ever por la dificultad de elección de los ‘hitos’ a resaltar. Caídas donde era empujado a un protagonismo innecesario. Hasta chorreando sangre tenía estilo, no como el desdibujado Cerezo al que golpeó (Mario style). Actor principal en potencia de una de gangsters, supervillanos o musicales al mismo tiempo. Como celebrity, tuvo lugar y tiempo en los programas de televisión de prime time.
Poco para las leyendas urbanas que han circulado sobre él. Con que un diez por ciento fuesen verdaderas, tendríamos ante nosotros al personaje más novelesco del ciclismo, y con diferencia. Con los aspirantes a su sucesión en otro escalón. Y sin necesidad de averiguar si algunos de esos rumores fueron realidad, invención o piedras llevadas por el río. Del mito se vive, y tiene mucho más interés así. La ignorancia da la felicidad, dicen. Party for your right to fight.
Foto: Sirotti
Nacido en Madrid el 2 de abril de 1986, Jorge Matesanz ha pasado por ser fundador y director de proyectos como Revista Desde la Cuneta, Tourmalet Magazine o High Cycling, además de colaborar en otros proyectos como Palco Deportivo, Plataforma Recorridos Ciclistas o Con el Plato Pequeño. Tras más de 15 años dentro del mundo del ciclismo, llega el momento de fundar Le Puncheur junto a Sergio Yustos y seguir acercando artículos de opinión, casi siempre sobre ciclismo profesional.