El acceso a La Aldea siempre ha sido complejo por vía terrestre y, aún hoy, no está comunicada por autovía, sino que es necesario tomar carretera de montaña desde Mogán, toda vez que la entrada por la fachada occidental de la isla ha sido clausurada por lo peligroso de la misma, mientras que por el interior -ya desde Artenara, ya desde San Bartolomé o Tejeda- la carretera es, si cabe, más estrecha y tortuosa como veremos a continuación.
Las montañas se ciñen concediendo una angostura por donde la carretera, intuimos, se va a adentrar. Las laderas menos pendientes han sido aprovechadas para el cultivo de tomate, bien protegido por el plástico de los invernaderos. El camino se estrecha e incluso superamos a las bravas un vado inundable. Pronto abandonaremos las últimas barriadas y el llano para introducirnos de pleno en faena: un puente cruza la rambla y nos sitúa en la margen derecha del barranco. Un primer tramo muy irregular da comienzo y no nos abandonará hasta las inmediaciones de la Presa del Parralillo.
Varias zonas destacan por su dureza en este inicio: primero la subida a la Presa del Caidero de la Niña con un enlazado de curvas de herradura -uno de los múltiples de que disfrutaremos- verdaderamente espectacular; más tarde, si ponemos ojo, atisbaremos muy lejana la aldea del Toscón, con su campana en la punta de la roca… Y luego, cerrando el paisaje tras las zetas que traza la carretera camino de la Presa del Parralillo, de similar dureza que el anterior, descuella por primera vez el Roque de Bentayga. Su mole rocosa, verdaderamente imponente, empieza a traernos a la mente esa «tempestad petrificada» con que el escritor Miguel de Unamuno describiera la isla.
Salimos del segundo grupo de curvas enlazadas y el barranco se abre a ambos lados cerrado por detrás con el Bentayga y con las aguas del embalse -cuando las hay- a nuestra izquierda. La carretera que habremos de tomar nos la tapa la propia ladera de la montaña por la que ascendemos de forma más o menos rectilínea, pero pronto la vamos a descubrir: vamos a encontrar a nuestra derecha el cruce hacia El Carrizal.
Sin mediar tregua la carretera se empina y comienza a trazar curvas de herradura sin conceder respiro hasta coronar la Degollada Chiquita… Con más de 12 km a casi el 9% nos disponemos a superar uno de los tramos más duros de todo el territorio nacional.
Con la vista distraída -cuando la cuesta lo permite- en un entorno de profundos barrancos, seguimos nuestra andadura hacia El Carrizal. A nuestra derecha se muestra el caserío, de blanco impoluto, entre ralas palmeras y el colorido matorral de que viste la privamera estos parajes.
No llegamos más que a rozar las primeras casas del pueblo, famoso por su artesanía, cuando las rampas a fuerza de retorcer curvas redoblan su pendiente para volver a exigirnos el máximo esfuerzo. Hermoso a la par que duro, este trecho va a encontrar continuidad durante algo más de tres kilómetros sin apenas pausa. De nuevo, varias herraduras al inicio y un grupo más nutrido poco después darán vistosidad casi ininterrumpidamente a un trazado que, por si ya fuera poco, cuenta además con un grandioso paisaje: pronto atisbaremos allá, al fondo del barranco, junto a la costa, tras las angulosas cumbres isleñas, La Aldea, rodeada por su mar de plásticos.; y, al cabo, el otro mar, el verdadero: el océano; y, aún más allá el gigante Teide surgiendo del azul del Atlántico.
El Toscón nos recibe a su manera: con el Roque (o Risco) Palmés de un lado oponiéndose a una roca aún más imponente, si cabe, donde se ubica lo que a simple vista en la distancia parecía una ermita y luego resultó ser un pequeño campanario con un altar y una cruz. Sólo más tarde, aparecen aledañas las viviendas. El paso por la curva junto al mencionado campanario es otro de los momentos álgidos de nuestro viaje… Comenzamos a sentirnos embriagados de ese halo mágico que desprende cada piedra y cada rincón que transitamos.
Poniendo a prueba en todo momento nuestra entereza física y, principalmente, nuestra fortaleza mental, lo que en su inicio no era más que el ascenso a un puerto de montaña, se ha convertido desde hace un rato en un reto personal que raya más cercano de la aventura que de la mera experiencia deportiva.
Al salir de El Toscón La Degollada del Humo no queda ya lejos y allí termina esta primera parte del calvario… Entre tanto, nos solazamos con echar la mirada atrás y, vistazo a vistazo, encontramos mayor placer en este gesto: la panorámica nos resulta cada vez mayor regalo e incluso remedio eficaz, aunque efímero, para el constante padecer de nuestras maltrechas espaldas.
Tras una curva cerrada, ya estamos. Si lo que veíamos nos era grato, no podemos decir lo contrario de lo que se abre ahora antre nuestros ojos: la carretera desciende con premura para volver a subir al punto enlazando con la que procede de Tejeda. A la derecha continúa el ascenso hasta perderse tras un collado: La Degollada de la Hoya de la Vieja. A la derecha del collado viene a nacer una roca con forma de rostro humano, boquiabierto, que parece querer levantarse de la montaña. Ignoramos si se trata de la «vieja» que confiere nombre al lugar, pero nos evoca a nuestra antequerana Peña de los Enamorados. Y, al punto, nos recorre bajo la piel un sutil escalofrío desbordados como estamos por la magnificencia del lugar.
El descenso es bien recibido y el consiguiente ascenso hasta la Hoya de la Vieja, no demasiado exigente. Desde el alto toca dejarse caer nuevamente hasta Ayacata, punto de especial interés para nuestra aventura. A la entrada de esta pequeña localidad, apenas un conjunto de casas dispersas, vamos a encontrarnos con varios restaurantes. La parada es, pues, recomendable y necesaria.
Tras el reponedor refrigerio, seguimos en dirección al Roque Nublo por una carretera más ancha, aunque -y ya no es sorpresa- muy exigente. Varias curvas adornan el tramo inicial y un par de ellas más, algo distantes, el kilómetro final de los poco más de tres que nos llevan hasta el inicio del sendero del mencionado roque, el más famoso de todos los de la isla y situado prácticamente en el centro de la misma, dando su nombre también al mayor espacio protegido de la isla.
No es difícil comprender al contemplarlas cómo estas ingentes rocas, formadas, erosionadas o depositadas caprichosamente por la ira de la naturaleza, adquirieron para los aborígenes –suponemos que desconocedores de la verdadera causa de su ser- un sentido mágico e incluso divino.
Ya sea por la recuperadora pausa de Ayacata, ya porque las dentelladas de la cuesta, con ser profundas, no alcanzan a desgarrar nuestra musculatura, ya porque tras estos tres fatigosos kilómetros se viene un largo impasse de cómodo trayecto, un vigoroso ánimo se apodera de nuestro espíritu y los pedales vuelven a girar, después de largas horas, con ligera cadencia.
El pino, que venía ocupando cada vez con mayor protagonismo el ascenso hasta el sendero del Roque, acaba por hacerse amo y señor de estos parajes mientras que damos a parar con nuestra flaca en los Llanos de la Pez. Más tarde, ya en casa, descubrimos que el pinar actual es fruto de una reforestación mediado el pasado siglo y que cientos de años antes la arboleda original fue empleada para el carbón y la pez que se le untaba a las embarcaciones con la finalidad protegerlas del salitre y del agua.
Pasada la extensa área recreativa seguimos por la ruta de Las Cumbres buscando el cruce de Cruz de Tejeda y Vega de San Mateo. El puerto se encuentra en este cruce fuera de toda categoría puntuable y a más de 1700 m. de altitud y ello sin considerar el verdadero desnivel acumulado. Saber que la carretera aún sigue subiendo y que estamos realmente cerca de alcanzar el techo de la isla aguijonea nuestro espíritu. Las peores rampas han pasado, pero no de largo, pues que buena mella han dejado en nuestras piernas.
Es por ello que (invitada -o incitada- también por el maltrecho estado de la carretera) la fatiga vuelve a hacer acto de presencia. Y es que entre la frecuente aspereza del asfalto grancanario, lija de carpintero, y el redoblado número de baches que afloran, como por generación espontánea, durante un par de kilómetros que apenas alcanzan el seis y el siete por cien de gradiente, la sensación de que no avanzamos será enorme, tanto como nuestro deseo de ganar la cima.
Y este deseo se va a ver por fin cercano a cumplirse al llegar al cruce de Telde, punto en que se encuentra el puerto de paso más elevado de la isla (por encima de 1.850 m. de altitud). Sin escatimar un gramo de energía, plenos de moral, daremos las últimas pedaladas camino de los Pozos de la Nieve que desde finales del s.XVII prestaron servicio durante años y camino del radar militar del Escuadrón de Vigilancia Aérea (E.V.A.) nº 21, cuya esfera de color verde camuflaje es perfectamente visible desde muchos puntos de la isla, incluso desde la capital de Las Palmas.
Obviamos el cruce del acuartelamiento y el que conduce hasta el Pico de la Gorra, para concluir nuestra andadura al pie mismo del radar, donde la carretera muere en forma de mirador (o de breve aparcamiento para acceder a pie al verdadero mirador). Hacia el occidente las vistas de la caldera de Tejeda (con el Roque Nublo y el Bentayga en primer término) y del Atlántico hasta el Teide son imponentes. Hacia el sur la sorprendente duna de Maspalomas al final de profundísimos acantilados llamará poderosamente nuestra atención. La isla toda, en definitiva, se arroja a nuestros pies enorme como una profunda secuencia de vértices y acantilados.
Fotos: Andalucía Cicloturismo